Cuando llegué a Madrid y me instalé en la calle Barquillo, mucha gente me preguntaba si no echaba de menos el mar. Al principio, quizá por la emoción de una nueva aventura, la verdad es que no, pero con el paso de los años sí lo tengo muy presente. Por eso mi casa tiene un marcado estilo mediterráneo, donde se ven reflejadas mis raíces. Este hecho, junto con la importancia que tiene para mí la luz, ha marcado su arquitectura. Así, la casa se abre al exterior con un jardín lleno de vegetación, grandes ventanales, para poder observarlo desde cualquier ángulo, y un porche que funciona como vínculo con la parte interior de la vivienda. Los límites entre dentro y fuera se desdibujan, invitándome a sentir la naturaleza, su luz, su olor, sus sonidos... De ahí que la cocina y el comedor estén acristalados para abrirlos en verano y disfrutar del exterior en invierno.
Construida sobre una sola planta, en este hogar destacan las líneas puras, sin grandes ornamentos al más estilo ibicenco, debido a mi gusto por lo auténtico. Esta sencillez tan natural se consigue gracias a la combinación de materiales nobles de origen local y a una decoración minimalista. La ausencia de artificios me ayuda a crear espacios calmados. No se trata de dejar los ambientes desangelados, sino de hacerlo con las piezas justas. De este modo, los textiles enriquecen y dan confort sin sobrecargar, gracias a telas naturales y frescas, de tacto suave, con las que visto desde el dormitorio hasta el sofá.